sábado, 23 de febrero de 2008

TERCER DOMINGO DE CUARESMA /A


Ex 17, 3-7
Sal 94
Ro 5, 1-2.5-8
Jn 4, 5-42

HOMILÍA

 

Hermanos: la imagen central de la liturgia de hoy es el agua, símbolo de vida. Ella nos puede evocar el Bautismo, de donde nos brota la vida de hijos de Dios; y símbolo también de la fe, que sería el agua que nos hace vivir esa vida de hijos de Dios.

 

Pero las lecturas nos han dado también todo un entorno que nos puede hacer reflexionar y, si cabe, añorar el agua de la fe, fuente de vida eterna, de salvación.

 

El primer entorno nos lo ha dado la primera lectura: el pueblo que ha salido de la esclavitud de Egipto se encuentra con las dificultades, calamidades y carencias del desierto. ¿Qué hacer? Culpabilizar a Moisés, murmurar contra Dios. ¿Verdad que lo queremos todo fácil, sin que nos cueste, y, si acudimos a Dios, es para que nos facilite la vida? Seguro que pondríamos mil y una excusas y no haríamos caso de voces alarmantes. ¿Verdad que no admitimos recortes en nuestro bienestar, consumo, disfrute, poder, etc.?

 

¡Qué bello el pasaje de la Samaritana del evangelio de hoy! Todo un capítulo del evangelio de Juan. Aburre a quien no busca agua para regar la planta de su fe; pero es fuente de gozo para quien busca la fe, realizar la vida agradeciendo el regalo de haberla recibido. Seamos de estos, y acerquémonos a Jesús confiando en que broten en nuestro interior fuentes de agua viva que manan de la roca viva que es Jesús.

 

Fijémonos en algunos detalles:

 

Jesús, cansado, se sienta al borde del pozo. Eran mujeres las que acudían en busca de agua. ¿Se sentaría Jesús con la intención de entablar diálogo con alguna de ellas? ¡Escandaloso! Y, además, los judíos no se hablan con los samaritanos. ¡Doblemente escandaloso! Pero ¡ojalá no nos escandalicemos de Jesús, sino que aprendiésemos de él.

 

En el diálogo que se entabla entre Jesús y la Samaritana (el evangelista no la nombra, por lo que es figura de toda mujer) vemos que Jesús no se acompleja ni se deja llevar por los convencionalismos que funcionan en su entorno: dirige la palabra a una mujer, y samaritana, y sabe pedirle un favor..., con ánimo de hacerle partícipe de lo que lleva, si se aviene a dialogar: si supieras quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a él...

 

Para ello ha de entrar en la vida de la persona: Llama a tu marido... No tengo marido... Has tenido cinco, y el de ahora no es marido... ¿Qué nos sugiere este diálogo de Jesús con la Samaritana? ¿Ya dejaríamos que hurgaran en nuestra vida, incluso aunque fuera con la intención de sanarnos? Hay quienes lo hacen ante sicólogos y siquiatras, pero no son capaces de hacerlo en la sinceridad de una confesión...

 

Por el contexto podemos observar, sin embargo, que se está refiriendo a los santuarios en los que se adoraba a Dios, y que eran fuente de enfrentamientos ante la primacía que había obtenido el templo de Jerusalén en el monte Sión.

 

¿Y no provocamos nosotros esos enfrentamientos con nuestras devociones, que más que unirnos nos enfrentan? Asumamos la respuesta de Jesús: a Dios lo adoraremos en espíritu y verdad. Y esto cuesta: ¿verdad?

 

¡Claro! Es que nos da miedo entrar en neutro interior; y menos permitimos que nadie entre en él. Y, cada vez más superficiales, añoramos y buscamos no el agua que nos purifique y nos haga vivir la vida de hijos de Dios, sino el ruido, le inmediato, lo crematístico: maestro, come —decían los discípulos; y no entendieron la respuesta de Jesús, cuya comida era otra: sembrar en el corazón de la persona una sed de Dios que apagara la sed del placer, de la religiosidad superficial y de la murmuración, e hiciera vivir en la plenitud de la alegría desbordarte que va a manifestar la Samaritana ante sus paisanos: venid a ver un hombre que me ha revelado mi vida entera: ¿será éste el profeta que esperamos?

 

Pero hoy Jesús se puede encontrar con que nadie espera su palabra, su agua de vida; con que nadie se acerca al pozo para que él pueda sembrar con el diálogo y el toque en lo profundo la luz de la fe, que haga brotar manantiales de agua que saltan a la vida eterna.

 

¿Podríamos nosotros acercarnos, sin temor, a dejarnos tocar por ese Jesús, que no quiere que nos ahoguemos en las aguas de la murmuración, del placer, de la facilidad, del consumismo, de la explotación del otro/a, sino hacer que broten en nuestro interior manantiales de agua que nos hagan vivir la vida alegre y comunicativa de los hijos/as de Dios?

 

sábado, 16 de febrero de 2008

SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA /A


Gn 12, 1-4a
Sal 32
2Tm 1, 8b-10
Mt 17, 1-9

 

HOMILÍA

 

"Con la confianza puesta en el poder de Dios, sufre conmigo por el evangelio" —le decía Pablo a su discípulo Timoteo. Ello nos está indicando que no es fácil vivir según las indicaciones del evangelio; que ser cristiano, ser discípulo y seguidor de Jesús acarrea sufrimiento. Cada vez lo iremos viendo con más claridad.

 

Hasta hace bien poco, las exigencias que nos planteábamos como emanadas del evangelio eran más bien moralizantes (no hagas mal, cumple con esto, etc.), pero ahora estamos observando que tenemos que ir mucho más allá.

 

En nuestras casas Dios está ausente; nuestros hijos y nietos no se relacionan con él, no lo conocen. Si vienes a la iglesia se te ríen, o te critican, porque no vives como lo manda el evangelio; tus centros de interés no son los que serían los de Jesús: los marginados, los que sufren, los nadie. Y estamos demasiado colonizados por la cultura actual de los medios de comunicación, y por valores como el consumo, la producción, el dominio, la explotación, la diversión, la comodidad, la despreocupación del entorno, el alejamiento de los demás por las exigencias que nos puedan plantear, etc., etc.

 

¿Merece la pena salir de esta corriente? Se oyen, sí, voces de protesta; hay grupos organizados; todos conocemos a personas que, desinteresadamente, se desviven por los demás. Y no les hace falta ni relacionarse con Dios, ni rezar, ni celebrar la fe, ni acudir a los sacramentos.

 

¿Y nosotros? Nosotros podemos estar engullidos por la cultura y protestar cuando las cosas se nos tuercen, o podemos también hacer silencio en nuestro interior y escuchar ahí la voz de Dios que habla al corazón.

 

Abrahán pudo escuchar esa voz. Seguro que tendría sus dudas, lucharía consigo mismo hasta convencerse de que no tendría futuro si permanecía en su tierra. Desde luego que le habría sido más fácil quedarse en ella y no preocuparse. Pero optó por responder a la voz de Dios, familiarizarse con él y entregarse a él. Y Dios no le falló.

 

Jesús vivía también esa confianza con el Padre, e invita a ella a sus más íntimos. Para entrar en la nube hay que elevarse de lo cotidiano, de estar hundidos en las simplezas de cada día; hay que descubrir que es preciso ir más allá de la Ley y de la Tradición, que hay que escucharle a Jesús en su doble significado: en su palabra y en su vida. Que lo que encontramos en él no hay que airearlo como noticia pasajera, sino madurarlo en el silencio interior... Y aún así no estamos exentos de dificultades: "Señor, ¡qué bien se está aquí!"

 

Sí; pero esa plenitud es la que nos espera, y como regalo, como don, no como logro de nuestro esfuerzo, de nuestras fatigas o privaciones; ni es en el momento presente. Lo inmediato es nuestra vida de cada día. ¿Seguiremos sumidos en su ruido? Ojalá escuchemos la invitación de Jesús a salir de él, a elevarnos a la relación con Dios y, escuchándole en nuestro interior, en el evangelio y en la oración, y en los acontecimientos de cada día, nos hagamos presentes, sin temor, en todo aquello que exige transformación, empezando por nuestra propia persona.

 

Seguro que en la escucha de Jesús y siguiéndole seremos capaces de humanizar nuestras relaciones, nuestro trabajo, nuestra entrega por la justicia, el respeto de la Naturaleza, la acogida de los inmigrantes, y tantas otras vicisitudes de esta sociedad en que vivimos.

 

La transfiguración plena está en camino; nosotros somos los invitados de Jesús si escuchamos su voz y somos capaces de responderle con generosidad; si somos capaces de salir de nuestras seguridades, de nuestros miedos y complejos, confiando plenamente en él, no en la Ley o en la Tradición, ni en el transcurso del tiempo.

 

¿Queremos participar en la tarea de transformarnos y transformar nuestro entorno, conscientes de que es una tarea que acarrea sufrimiento, pero que merece la pena? Empecemos por convertirnos al menos en este punto: no pensemos que nuestra fe, el seguirle a Jesús, no tiene nada que ver con lo que nos rodea, con quienes sufren de múltiples maneras, con la solidaridad, con el compromiso en la construcción de nuestras familias, de nuestro pueblo y de nuestra sociedad... Tiene que ver, porque Jesús lo hizo, a instancias del Padre.

 

Por tanto, sus seguidores nos veremos empujados por su Espíritu a tomar parte en ese duro trabajo, incomprendido y contestado, por la diversidad de caminos que muestra el Espíritu, pero con la seguridad de que Jesús nos precede y nos guía. Para sentirlo cercano y guía podemos acudir a su Palabra, a los sacramentos, a la oración, y seremos los primeros transformados. Confiemos en él.



sábado, 9 de febrero de 2008

PRIMER DOMINGO DE CUARESMA /A


Gn 2, 7-9; 3, 1-7
Sal 50
Rm 5, 12-19
Mt 4, 1-11

HOMILÍA

Hermanos: damos comienzo a la Cuaresma como preparación a la Pascua y cambia el decorado y el ambiente litúrgico. Todo él quiere acompañarnos en el caminar hacia la Pascua, ayudarnos a hacer realidad en nuestra vida el precioso don de la conversión.

El decorado es austero: nada de flores y adornos; desaparece el cántico alegre y gozoso del Aleluya; poco instrumento, preferentemente para el apoyo del canto; color morado... y un Cristo que parece querernos salir al paso para ponerse al frente de nuestro caminar. Todo ello hace referencia a la concentración que necesitamos y no a la tristeza que pueda embargarnos. Nos acompañarán los tres signos fuertes de la Cuaresma: la limosna, el ayuno y la oración.

Fijémonos en el deportista o en quien acude al médico en busca de la salud perdida. El deportista se impone privaciones, hace ejercicio, observa una dieta..., porque quiere rendir en la prueba que se le presenta. El enfermo aquejado de debilidad, exceso de peso, hipertensión y arritmia observará una dieta que no se le antojará pesada porque lo que busca es salud y bienestar.

Aquí radica nuestra opción. Nos puede parecer triste y larga la Cuaresma porque no la aprovechemos para alcanzar al hombre nuevo que surge de la resurrección; y nos pueden parecer o excesivas o sin sentido las privaciones que se nos brindan.

Pero si queremos buscar a Dios, acoger su regalo de conversión y agradecer que haya resucitado a su Hijo, nos dispondremos a responder generosamente a su llamada. La limosna, el ayuno y la oración nos ayudarán a estar pendientes de Dios, atentos a él, y dispopnibles para los demás.

Las lecturas nos han presentado la facilidad con que la persona puede desfallecer, caer en la tentación. Se sabe amada de Dios; pero no confía plenamente en él. Por eso, ante la insinuación del Maligno, siente como si Dios le escondiera algo que podría poseer: ser conocedores del bien y del mal, y no hará caso del mandato recibido tratando de conseguirlo.

Fijémonos también en las notas que sonarán a lo largo de toda la Cuaresma: Dios que ha creado al hombre y lo ama por encima de todo, y lo mima (le da de su propio aliento; lo establece en un jardín...); constantemente lo llama a su amistad y lo ilumina con su palabra. Pero la respuesta del hombre no será la esperada.

Se nos propone el DESIERTO como imagen y signo del lugar de encuentro con Dios, y lugar también donde se manifiesta más palpablemente la debilidad y la desnudez del hombre. El evangelio nos ha presentado a un Jesús que, como hombre guiado por el Espíritu y que es fiel a la voluntad del Padre, es capaz de vencer y salir airoso donde otros han sucumbido.

Jesús no trata con un dios que le procura pan, riqueza y fama, sino con un Dios que está al lado del hambriento, del menesteroso, del olvidado o anulado, marginado y ninguneado. Por eso debe confiar en el Padre, no en sus propias fuerzas; él lo guiará con la fuerza del Espíritu.

Tras el Bautismo, y señalado allí como predilecto, Jesús realiza la experiencia del DESIERTO: desprenderse de todo para confiar solamente en Dios. Allí explicitará que no busca aprovecharse de su mesianismo para hacer fácil su vida, sino para ponerse a la escucha y al servicio de quien lo ama: beberá de su palabra, no tentará al Señor Dios y a él solo adorará.

Todo un reto para nosotros que queremos seguirle; profundicemos en ello a lo largo de estos 40 días, acompañados de los signos que son la limosna, el ayuno y la oración.