sábado, 1 de marzo de 2008

DOMINGO IV DE CUARESMA /«A»


1Sm 16. 1b.6-7.10-13a
Sal 22
Ef 5, 8-14
Jn 9, 1-41

 

Hermanos: La Catequesis de este domingo IV. de Cuaresma del ciclo «A» nos coloca ante la gran confesión de que Cristo Jesús es la luz de mundo. ¿Podríamos ahondar en esta catequesis? ¿Nos gustaría ver la realidad que nos rodea y en la que estamos inmersos, con los ojos de Jesús, con su mirada? ¿Preferiríamos, por el contrario, seguir viendo y mirando como nos hemos acostumbrado a mirar y a ver?

 

Mirad: en la primera lectura se nos ha presentado a un profeta que oye en su interior la voz de Dios al ir a ungir, por encargo de Dios, a uno de los hijos de Jesé como rey de Israel; una voz que le dice «la mirada del hombre es superficial; Dios mira al corazón».

 

A lo mejor no lo tomamos en serio, nos reímos de ello; pero la fe en Jesús nos hace mirar la realidad con otros ojos, con ojos y mirada que no se quedan en la superficialidad, sino que van más adentro de la persona y de la realidad; y encuentra allí la auténtica verdad. Y, si esa realidad es hiriente, nociva y destructiva para la persona, no se reirá de la misma, no la despreciará, no la marginará (como lo hacen los vecinos, la familia, las amistades, las autoridades religiosas, etc. —como lo vemos en el evangelio—), sino que se solidarizará con su desgracia y tratará de rescatarla de la misma. Y la salvará si se aviene a colaborar. Es el mensaje del evangelio.

 

¿Admitiríamos lo que nos dice la segunda lectura que hemos escuchado: "en otro tiempo fuisteis tinieblas...?" No significa otra cosa que lo siguiente: para el creyente, para el hombre/ mujer de fe, el vivir sin fe es vivir en la oscuridad, en la ignorancia; es no poder llegar a lo profundo de la realidad, porque admite que la mirada del hombre es superficial, es interesada, está mediatizada. Es, en suma, asumir que, de entrada, todos nacemos ciegos.

 

Ante esta ceguera inicial, nuestro entorno (familia, cultura, sociedad, etc.) nos dota de unas lentes; es a través de ellas como empezamos a ver y nos relacionamos con la realidad. La cultura que vamos adquiriendo nos va colocando las dioptrías que nos harán ver a su modo esa realidad, y la propia. Pero también nuestros éxitos y fracasos que vamos cosechando a lo largo de nuestra existencia nos llevan a echar sobre esa mirada unas dioptrías y unos tintes a las lentes, proporcionándonos una mirada interesada de la realidad.

Cuando uno se ha acostumbrado a vivir en una realidad distorsionada por las miradas interesadas ¡qué difícil le resulta cambiar! En ese mundo distorsionado ya tiene tomadas las referencias, las distancias, los volúmenes y los contornos, y se siente cómodo/ a, aunque reconozca su irrealidad. Una persona así prefiere seguir en su ceguera asumida.

 

Jesús se acerca al ciego. Se está acercando a mí, a ti, a cada uno de nosotros, que, tal vez, contemplamos la realidad y la propia vida con una mirada distorsionada por la educación recibida, por los fracasos asumidos, por los problemas que nos han ido surgiendo a lo largo de la vida en la familia, en el trabajo, en la vecindad, entre las amistades, etc.

 

Y Jesús nos unta de barro los ojos, y nos manda limpiarlos. Es asumir nuestra inicial naturaleza, que se hace realidad en el Bautismo: sus aguas pueden limpiar nuestra mirada, y hacernos ver la realidad como la ve Jesús.

 

¿Verdad que nos da miedo esa mirada, porque nos complica la existencia? El ciego que, obedeciendo el mandato de Jesús, se limpia en Siloé, empieza por tener que dar testimonio de Jesús ante sus paisanos, ante las autoridades religiosas, y por reconocer su propia ignorancia: no sé quién es, ni dónde está; pero también da testimonio de su propia experiencia que no puede negarla, se le impone: es un profeta, un hombre de Dios... Y, desde esa experiencia inapelable podrá responder no sólo con la absoluta obediencia a Jesús, sino con la máxima entrega: ¿quién es, Señor, para que yo pueda creer en él? ¡Lo estás viendo! —le dice Jesús. Y responde el que fue ciego: ¡Creo, Señor!, postrándose ante él.

 

Ante este cuadro, se nos brinda la oportunidad de una opción: o continuar con la mirada superficial (con la ceguera) que nos hace vivir cómodamente en nuestro propio entorno, obviando la realidad profunda, o confesar ante Jesús nuestra ceguera, poner de nuestra parte el ir a la fuente a lavarnos para volver viendo, aunque ello nos acarree problemas.

 

No nos asustemos de tener que dar testimonio de Jesús. La vida así vivida adquiere una nueva dimensión en la familia, entre las amistades, en el trabajo, en el culto religioso..., y hace vivir la realidad en su profundidad, siendo solidario/ a con quien sufre, y amando al marginado...

 

¿Merece la pena? Respóndele.

 

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