sábado, 9 de febrero de 2008

PRIMER DOMINGO DE CUARESMA /A


Gn 2, 7-9; 3, 1-7
Sal 50
Rm 5, 12-19
Mt 4, 1-11

HOMILÍA

Hermanos: damos comienzo a la Cuaresma como preparación a la Pascua y cambia el decorado y el ambiente litúrgico. Todo él quiere acompañarnos en el caminar hacia la Pascua, ayudarnos a hacer realidad en nuestra vida el precioso don de la conversión.

El decorado es austero: nada de flores y adornos; desaparece el cántico alegre y gozoso del Aleluya; poco instrumento, preferentemente para el apoyo del canto; color morado... y un Cristo que parece querernos salir al paso para ponerse al frente de nuestro caminar. Todo ello hace referencia a la concentración que necesitamos y no a la tristeza que pueda embargarnos. Nos acompañarán los tres signos fuertes de la Cuaresma: la limosna, el ayuno y la oración.

Fijémonos en el deportista o en quien acude al médico en busca de la salud perdida. El deportista se impone privaciones, hace ejercicio, observa una dieta..., porque quiere rendir en la prueba que se le presenta. El enfermo aquejado de debilidad, exceso de peso, hipertensión y arritmia observará una dieta que no se le antojará pesada porque lo que busca es salud y bienestar.

Aquí radica nuestra opción. Nos puede parecer triste y larga la Cuaresma porque no la aprovechemos para alcanzar al hombre nuevo que surge de la resurrección; y nos pueden parecer o excesivas o sin sentido las privaciones que se nos brindan.

Pero si queremos buscar a Dios, acoger su regalo de conversión y agradecer que haya resucitado a su Hijo, nos dispondremos a responder generosamente a su llamada. La limosna, el ayuno y la oración nos ayudarán a estar pendientes de Dios, atentos a él, y dispopnibles para los demás.

Las lecturas nos han presentado la facilidad con que la persona puede desfallecer, caer en la tentación. Se sabe amada de Dios; pero no confía plenamente en él. Por eso, ante la insinuación del Maligno, siente como si Dios le escondiera algo que podría poseer: ser conocedores del bien y del mal, y no hará caso del mandato recibido tratando de conseguirlo.

Fijémonos también en las notas que sonarán a lo largo de toda la Cuaresma: Dios que ha creado al hombre y lo ama por encima de todo, y lo mima (le da de su propio aliento; lo establece en un jardín...); constantemente lo llama a su amistad y lo ilumina con su palabra. Pero la respuesta del hombre no será la esperada.

Se nos propone el DESIERTO como imagen y signo del lugar de encuentro con Dios, y lugar también donde se manifiesta más palpablemente la debilidad y la desnudez del hombre. El evangelio nos ha presentado a un Jesús que, como hombre guiado por el Espíritu y que es fiel a la voluntad del Padre, es capaz de vencer y salir airoso donde otros han sucumbido.

Jesús no trata con un dios que le procura pan, riqueza y fama, sino con un Dios que está al lado del hambriento, del menesteroso, del olvidado o anulado, marginado y ninguneado. Por eso debe confiar en el Padre, no en sus propias fuerzas; él lo guiará con la fuerza del Espíritu.

Tras el Bautismo, y señalado allí como predilecto, Jesús realiza la experiencia del DESIERTO: desprenderse de todo para confiar solamente en Dios. Allí explicitará que no busca aprovecharse de su mesianismo para hacer fácil su vida, sino para ponerse a la escucha y al servicio de quien lo ama: beberá de su palabra, no tentará al Señor Dios y a él solo adorará.

Todo un reto para nosotros que queremos seguirle; profundicemos en ello a lo largo de estos 40 días, acompañados de los signos que son la limosna, el ayuno y la oración.

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